Cruzar la frontera argentino-chilena
Cruce fronterizo Argentino-Chileno en el corazon de los Andes
Salir de Mendoza. Tomar
un autobús Andesmar, disfrutar de sus comodidades: asiento anchos y suaves,
vista panorámica, azafato.
A poco de la salida de
la ciudad, acercarse a las montañas. Reconocer el Aconcagua cubierto de nieve.
Subir hasta el puerto donde se encuentra el puesto fronterizo.
Realizar los trámites
esperando en la fila a las taquillas de la policía, de la aduana. Volver al
autobús y empezar el descenso por una carretera muy sinuosa y vertiginosa.
Seguir la orilla del torrente de aguas fangosas, luego llegar al valle alargado
donde el paisaje se vuelve menos mineral.
Entrar paulatinamente
en la capital cruzando los paisajes clásicos de todas las grandes metrópolis:
autopista congestionada, zonas industriales o comerciales. Llegar a la terminal
de autobuses recalentada, ruidosa, abarrotada.
Encontrar un taxi, tránsito
una y otra vez. Irse a un hotel,
deshacer las valijas, informarse: cumplir los mismos ritos en cada etapa. Luego
partir a descubrir el barrio: Cruzar la Alameda, la calle más grande de la
capital, a las dimensiones… americanas. Saludar, de paso, la estatua ecuestre
del libertador nacional, Bernardo O’Higgins.
La muchedumbre, el tráfico,
un puente sobre el rio Mapocho que corriendo atraviesa la ciudad, recordando
que los Andes cuyas cumbres se perciben están cercanas.
La noche desciende
sobre Santiago, se encienden las luces.
La hospitalidad a la chilena I
Gustavo vive cerca de Valparaíso.
Gracias a la página Facebook del grupo Re-Viven del que forma parte como yo, se
enteró de mi proyecto de visitar su ciudad. Pues se pone en contacto conmigo
para proponerme ser nuestra guía.
Hoy jubilado de la FACH
(Fuerza Aérea Chilena), fue en 1973, a los veinticuatro años, copiloto del
helicóptero que fue al lugar del accidente para recuperar el grupo de personas
encargado de limpiar el sitio y enterrar los restos humanos. Más de cuarenta
años han pasado pero los recuerdos que Gustavo evoca con moderación y emoción
son precisos y vivaces.
Primero nos encontramos
en nuestro hotel. Gustavo es alegre, atento, y proporciona datos precisos para
que nos reunamos por la mañana siguiente en Quilpué, donde vive.
Efectivamente, a la
hora fijada, nos espera en la parada de autobuses y nos lleva en su auto. Se
nota inmediatamente que lo organizó todo y que va a hacer todo lo posible para
que pasemos un gran día.
Primera etapa en su
casa donde nos espera un desayuno:café, té, mermelada casera, ensalada de fruta
fresca… Luego nos enseña su casa. Hoy, está solo. Su esposa María Luz cuida a
sus nietos en Santiago. La vivienda parece de los años setenta: techo plano,
marcos metálicos. Es acogedora, llena de recuerdos de todos tipos, de fotos
familiares. Cada objeto – o casi- da lugar a una anécdota, una explicación que
escuchamos complacientemente. Testigos de una vida que se cuenta así, ni
extraordinaria ni común, con sus imprevistos, sus obstáculos y sus
gratificaciones.
Luego las etapas se encadenan:
el paseo marítimo, la casa de Pablo Neruda en las alturas de la ciudad, los
miradores sobre la bahía, los ascensores, el almuerzo tardío, abundante,
amigable, muy rico.
Con Gustavo frente a la casa de Pablo Neruda |
Brindamos por el
encuentro, por la amistad… con un Pisco sour, el aperitivo nacional. Después,
un paseo para digerir. La playa, los pies en la arena y en el agua fresca del
Pacifico.
Ultima atención:
Gustavo nos regala un helado, diciendo: “Siempre hay lugar para el postre.” Y a
fines de la tarde nos despedimos en la terminal de autobuses de donde volvemos
a Santiago porque el día no ha terminado. Un segundo episodio de la
hospitalidad a la chilena nos espera.