jueves, 6 de abril de 2023

A CHILE

 

Cruzar la frontera argentino-chilena

Cruce fronterizo Argentino-Chileno en el corazon de los Andes


 

Salir de Mendoza. Tomar un autobús Andesmar, disfrutar de sus comodidades: asiento anchos y suaves, vista panorámica, azafato.

A poco de la salida de la ciudad, acercarse a las montañas. Reconocer el Aconcagua cubierto de nieve. Subir hasta el puerto donde se encuentra el puesto fronterizo.

Realizar los trámites esperando en la fila a las taquillas de la policía, de la aduana. Volver al autobús y empezar el descenso por una carretera muy sinuosa y vertiginosa. Seguir la orilla del torrente de aguas fangosas, luego llegar al valle alargado donde el paisaje se vuelve menos mineral.

Entrar paulatinamente en la capital cruzando los paisajes clásicos de todas las grandes metrópolis: autopista congestionada, zonas industriales o comerciales. Llegar a la terminal de autobuses recalentada, ruidosa, abarrotada.

Encontrar un taxi, tránsito una y otra vez.  Irse a un hotel, deshacer las valijas, informarse: cumplir los mismos ritos en cada etapa. Luego partir a descubrir el barrio: Cruzar la Alameda, la calle más grande de la capital, a las dimensiones… americanas. Saludar, de paso, la estatua ecuestre del libertador nacional, Bernardo O’Higgins.

La muchedumbre, el tráfico, un puente sobre el rio Mapocho que corriendo atraviesa la ciudad, recordando que los Andes cuyas cumbres se perciben están cercanas.

La noche desciende sobre Santiago, se encienden las luces.



La hospitalidad a la chilena I

 

Gustavo vive cerca de Valparaíso. Gracias a la página Facebook del grupo Re-Viven del que forma parte como yo, se enteró de mi proyecto de visitar su ciudad. Pues se pone en contacto conmigo para proponerme ser nuestra guía.

Hoy jubilado de la FACH (Fuerza Aérea Chilena), fue en 1973, a los veinticuatro años, copiloto del helicóptero que fue al lugar del accidente para recuperar el grupo de personas encargado de limpiar el sitio y enterrar los restos humanos. Más de cuarenta años han pasado pero los recuerdos que Gustavo evoca con moderación y emoción son precisos y vivaces.

Primero nos encontramos en nuestro hotel. Gustavo es alegre, atento, y proporciona datos precisos para que nos reunamos por la mañana siguiente en Quilpué, donde vive.

Efectivamente, a la hora fijada, nos espera en la parada de autobuses y nos lleva en su auto. Se nota inmediatamente que lo organizó todo y que va a hacer todo lo posible para que pasemos un gran día.

Primera etapa en su casa donde nos espera un desayuno:café, té, mermelada casera, ensalada de fruta fresca… Luego nos enseña su casa. Hoy, está solo. Su esposa María Luz cuida a sus nietos en Santiago. La vivienda parece de los años setenta: techo plano, marcos metálicos. Es acogedora, llena de recuerdos de todos tipos, de fotos familiares. Cada objeto – o casi- da lugar a una anécdota, una explicación que escuchamos complacientemente. Testigos de una vida que se cuenta así, ni extraordinaria ni común, con sus imprevistos, sus obstáculos y sus gratificaciones.

Luego las etapas se encadenan: el paseo marítimo, la casa de Pablo Neruda en las alturas de la ciudad, los miradores sobre la bahía, los ascensores, el almuerzo tardío, abundante, amigable, muy rico.

Con Gustavo frente a la casa de Pablo Neruda

 

Brindamos por el encuentro, por la amistad… con un Pisco sour, el aperitivo nacional. Después, un paseo para digerir. La playa, los pies en la arena y en el agua fresca del Pacifico.

Ultima atención: Gustavo nos regala un helado, diciendo: “Siempre hay lugar para el postre.” Y a fines de la tarde nos despedimos en la terminal de autobuses de donde volvemos a Santiago porque el día no ha terminado. Un segundo episodio de la hospitalidad a la chilena nos espera.


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